Después de ver la exposición de Edvard Munch sales del Centro Pompidou como si hubieras estado en un sitio sin tiempo. Es como cuando estás en el hospital acompañando al enfermo, el tiempo se encierra dentro y lo que pase fuera da lo mismo. Y precisamente de eso habla Munch: de los momentos en los que todo lo de fuera da lo mismo.
Habla de la enfermedad, de la muerte, de la desesperación y del sufrimiento que no puede evitarse, de la destrucción del amor que te consume. Esos momentos en los que te das cuenta de que estás solo frente al monstruo descarnado en que la vida se convierte.
No nos ahorra nada y no cierra los ojos ante nada, así que estamos delante de un compendio de lo que la vida es, sin adornos ni azúcares.
Decía Patrick Harpur en el Fuego Secreto de los Filósofos (Atalanta) que esos momentos que te desgarran son como el umbral de una puerta: cuando pasas por él, has cambiado. Es en esos umbrales donde conoces la vida, donde empiezas a enterarte, como si hubieras entrado en un agujero donde los dioses te esperan para contarte. Podría ser, también, el Hades al que baja Ulises. En la literatura de la Antigüedad sólo puedes conocer si has estado allí, por eso los héroes buscan el infierno.
De esos umbrales habla Munch, de los que tienes que pasar a la fuerza, de lo que no tiene remedio, de esa muerte que te llega, varias veces, mientras sigues viviendo. Para eso sirve el arte, para intentar consolarte. No vas a conseguirlo, pero en el camino entiendes algo más de qué va todo esto.
twitter/valmedetoledo
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