La primera vez que vi los toros fue en la tele, y no les presté mucha atención. Años más tarde fui a la plaza y, cuando me hube recuperado del descomunal tamaño del animal, tuve que estar con los ojos cerrados hasta cuando ponían las banderillas. Vi un toro de 500 kilos que, atravesado por la espada, se resistía a caer y se aproximaba hacia la puerta de toriles, despacio y digno, tambaleándose sobre sus patas, mientras la vida se le escapaba por la boca. Me pareció una muerte triste y tremenda en medio del silencio, y me pregunté cómo eso podía no doler a quien miraba.
Las siguientes corridas que vi fueron un montón de tecnicismos: cómo poner una banderilla, por dónde clavar la espada, cómo debe moverse la muleta... Un aburrimiento estético que solía acabar en una escabechina: los intentos de clavar la espada que fallaban una y otra vez, la sangre, y esa muerte... Me preguntarán por qué volvía: pues mira, no lo sé...
Pero un día de 1984, en las Ventas, salió Julio Aparicio y empezó un baile. El torero, abandonado en su lucha, estaba vendido a la muerte y parecía haber empezado a amarla. Se pegaba a ese toro y eran uno, la muleta acariciaba su lomo, los brazos del torero estaban abandonados, como si fuera el animal quien los moviera, la cabeza del torero inclinada, los cuerpos pegados. Parecía un sueño en el que el hombre entra en el infierno, conoce por fin a la bestia y empieza a crear, y la bestia conoce al hombre y empieza a inspirarle. Aparicio obedecía al toro y el toro pasaba a su lado como a cámara lenta, en un baile sereno. Estaban fundidos, frente a frente, mirándose a los ojos, en una danza que honraba a la muerte y se atrevía a mirarla a la cara.
No volví a tener esa suerte, y hace años que no he vuelto a la plaza. Los toros pueden ser muy bestias, pero alguna vez aparece en ellos la belleza que uno puede encontrar al ver, justo antes de morir, las cosas que no mirabas antes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario