valme de toledo
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Pensaba que no hay muchas obras de la literatura que hablen de cómo los padres se enfrentan al sufrimiento de sus hijos. Generalmente los niños viven y sufren solos. Los padres no están en medio del dolor, y así pasamos de Peter Pan a El Señor de las Moscas, de El Guardián entre el Centeno a Ardiente Secreto, de Zweig; o de Faulkner (Mientras Agonizo) a la historia del sacrificio de Isaac.
Aunque en este último sí vemos al padre. El sacrificio de Isaac es uno de los relatos más brutales de la historia porque no cuenta nada. Un padre recibe el mandato divino de sacrificar a su único hijo y emprende su viaje. Y eso es todo. Si Dios lo ha ordenado, así sea. El dolor desgarrador del padre, la desesperación de la madre o el pánico del hijo están en silencio. Y qué silencio...
Si en los dibujos animados de nuestra infancia, desde la Abeja Maya o Pipi Calzaslargas a cualquier princesa Disney, los niños están solos, en los de ahora los padres son omnipresentes. Del narrador de Pocoyó al padre de Nemo allí están todos, protectores, preocupados y pendientes. El dolor de sus hijos, por primera vez, es cosa suya. Dicen que estamos creando monstruos, una generación hiperprotegida en las que los padres defienden a sus hijos, incluso, del profesor que les suspende.
Luego tenemos la otra cara de la moneda, y son los niños que ven a sus padres: un niño Simpson, por ejemplo, por no hablar de Mafalda o el Pequeño Nicolás. Recuerdo ahora una escena de Midnight in Paris, de Woody Allen, en las que unos personajes ven como completamente normal algo que está volviendo loco al otro, y éste les dice "no lo entendéis: vosotros sois surrealistas, pero es que yo soy normal". Pues eso dicen los niños: es que yo sí lo veo, tú sólo estás intentado contarlo.
Los niños viven así sus sufrimientos, y por eso es tan difícil poder contarlos. Donde ellos ven golpes, nosotros vemos posibilidades de un buen psicoanálisis. Así que cualquier elaboración del dolor de un niño te lleva al mundo adulto, y cualquier intento de entenderlo acaba en una historia inventada o en un buen puñetazo al profesor. Sólo unas pocas cabezas geniales, como Lewis Carroll o el narrador del Génesis, han podido decir lo que un niño siente, precisamente porque no contaban lo importante. Por eso poco podemos decir del dolor de nuestros hijos, precisamente porque nos desgarra. Sólo queda escuchar los silencios y eso es lo más difícil.
Los niños viven así sus sufrimientos, y por eso es tan difícil poder contarlos. Donde ellos ven golpes, nosotros vemos posibilidades de un buen psicoanálisis. Así que cualquier elaboración del dolor de un niño te lleva al mundo adulto, y cualquier intento de entenderlo acaba en una historia inventada o en un buen puñetazo al profesor. Sólo unas pocas cabezas geniales, como Lewis Carroll o el narrador del Génesis, han podido decir lo que un niño siente, precisamente porque no contaban lo importante. Por eso poco podemos decir del dolor de nuestros hijos, precisamente porque nos desgarra. Sólo queda escuchar los silencios y eso es lo más difícil.
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