No te rindas. No cedas la vida por un amor que te pone delante un muro disfrazado de cariño, o de lo que sea. Si con lo que has encontrado no creces, si no aprendes, si no subes, si no te ves porque él no te mira, si no eres capaz de ver a través del amado como si fuera transparente, no pierdas el tiempo. Déjalo si puedes.
Lo que uno quiere es que te conozcan, que sepan quién eres. Lo dice Francesca en Los Puentes de Madison, y ella tiene la suerte de haberlo conseguido durante los cuatro días que narra Clint Eastwood en una película épica que no voy a alabar, porque no hace falta. Y digo épica porque narra una batalla que todos nos preguntamos (tarde o temprano) si estamos librando.
No escojas -dice Eastwood- lo que no te impulse hacia adelante. Piénsalo bien, porque cuando se eche el cerrojo la llave desaparecerá en la oscuridad de lo mediocre. Si puedes, sal.
Francesca no pudo salir. Somos las decisiones que tomamos, dice en la película, y saber lo que somos es un regalo que sólo el amor verdadero puede darte.
Francesca por fin conoce ese amor que le muestra el mundo entero y la eleva por encima. Consigue, de su mano, verlo todo desde muy, muy lejos, ver lo que ha sido, atravesar el tiempo, tocar el cielo y hundirse en el infierno en un viaje que atraviesa miles de vidas que nunca sintieron algo así. Esos cuatro días lo cambian todo. Cómo no van a cambiarlo.
El amor verdadero, el que se hace invisible para que puedas mirar lejos, el único que no te ofrece duda alguna, la única certeza que la vida puede darte, si tienes mucha suerte de encontrarlo...
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